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jueves, 19 de enero de 2012

Bonsái, Alejandro Zambra



Alejandro Zambra
“Bonsái”
Narrativas hispánicas/Anagrama(391)
94 pags.















Bonsái supone el brillante debut narrativo del joven chileno Alejandro Zambra, poeta y crítico literario.

Árboles cerrados
A propósito de Bonsai

Por Alejandro Zambra


La historia de Bonsái es la historia larga de un libro corto: Hace nueve años, una mañana de 1998, encontré, en el diario, la fotografía de un árbol cubierto por una tela transparente. La imagen pertenecía a la serie “Wrapped Trees”, de Christo & Jeanne Claude, dos artistas que, según decía la nota, recorrían el mundo envolviendo paisajes y monumentos nacionales. Recuerdo que escribí, por esos días, un poema no muy bueno que hablaba de árboles cerrados, encerrados. Y luego di con los bonsáis, tan parecidos, en un sentido, a los árboles de Christo & Jeanne Claude, aunque abreviados, a la fuerza, por el capricho de la poda.

Escribir es como cuidar un bonsái, pensé entonces, pienso ahora: escribir es podar el ramaje hasta hacer visible una forma que ya estaba allí, agazapada; escribir es alambrar el lenguaje para que las palabras digan, por una vez, lo que queremos decir; escribir es leer un texto no escrito, tal como observa Marcelo Pellegrini en un poema que en ese tiempo constituía, para mí, una inquietante música de fondo: “Para leer lo que quiero leer/ Tendría que escribirlo/ Pero no sé escribirlo/ Nadie sabe escribirlo”.

Quería escribir –quería leer– un libro que se llamara Bonsái, pero no sabía cómo: tenía sólo el título y un puñado de poemas que crecía y decrecía con el paso de los meses. De esa época es “El alambrado”, uno de los pocos textos que conservo, y que transcribo ahora, en calidad de homenaje a esas horas perdidas: “En todo caso el árbol continúa/ Su absurdo crecimiento en los alambres/ Incluso si su forma se detiene/ Un árbol es un golpe de raíces/ Que rompen la costuras del bolsillo/ Incluso si sus ramas se detienen/ Y hacen la figura sospechosa/ Del tiempo acomodado en su maceta/ El árbol continúa en los alambres/ Creciendo como un árbol crecería”.

La controvertida belleza de los bonsáis me remitía a una escena o a una historia que no deseaba contar sino solamente evocar: la historia de un hombre que en vez de escribir –de vivir– prefería quedarse en casa observando el crecimiento de un árbol. Ese hombre no era yo, desde luego, sino un borroso personaje al que contemplaba desde una cierta distancia. En la primavera del año 2001, sin embargo, esa distancia tendió a desaparecer, pues dos amigos me regalaron un pequeño olmo (“para que escribas tu libro”, me dijeron), de manera que me vi, de pronto, convertido en el personaje de una historia que aún no había escrito. Cuidé el bonsái lo mejor que pude: conseguí manuales, consulté a expertos, e incluso, en un arranque de paternidad responsable, me suscribí a la revista española Bonsái actual. Poco después partí a Madrid, por un año. A mi regreso el olmo se había secado por completo.

No recuerdo con precisión el momento en que Bonsái comenzó a ser (o a parecer) una novela. Desconfiaba de la ficción; desconfiaba, en especial, de que fuera capaz de contar una historia, de que hubiera, para mí, una historia que contar. No quería escribir una novela, sino un resumen de novela. Un bonsái de novela. Borges aconsejaba escribir como si se redactara el resumen de un texto ya escrito. Eso hice, eso intenté hacer: resumir las escenas secundarias de un libro inexistente. En lugar de sumar, restaba: completaba diez líneas y borraba ocho; escribía diez páginas y borraba nueve. Operando por sustracción, sumando poco o nada, di con la forma de Bonsái.

Escribí la novela, finalmente, durante los primeros meses del año 2005. Antes de publicarla la leí y me gustó, aunque ya no era ese el libro que quería leer. Poco después comencé La vida privada de los árboles, una novela que, en más de un sentido, es el reverso del Bonsái. Pero esa es otra historia, creo. Walter Benjamin decía que el arte de contar historias es el arte de saber seguir contándolas. No sé si entiendo bien la frase, pero me parece oportuna para cerrar estas líneas. Otra vez: el arte de contar historias es el arte de saber seguir contándolas.








Sobre el autor
Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) ha publicado los libros de poesía Bahía inútil (1998) y Mudanza (2003), la colección de ensayos No leer (2010) y las novelas Bonsái (2006) y La vida privada de los árboles (2007), que han sido traducidas a diversos idiomas. Escribe sobre literatura en diversos medios de prensa chilenos. Ha colaborado también en las revistas "Turia" y en el suplemento "Babelia" de El País. Actualmente es profesor de literatura de la Universidad Diego Portales. Bonsái fue galardonada con el Premio de la Crítica como la mejor novela chilena de 2006 y convertida en película con el mismo título por Cristián Jiménez, estrenada en Cannes en la sección de A certain regard. Alejandro Zambra fue además seleccionado entre los mejores narradores jóvenes en español por la revista Granta.




Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura:
La primera noche que durmieron juntos fue por accidente. Había examen de Sintaxis Española II, una materia que ninguno de los dos dominaba, pero como eran jóvenes y en teoría estaban dispuestos a todo, estaban dispuestos, incluso, a estudiar Sintaxis Española II, en casa de las mellizas Vergara. El grupo de estudio re sultó bastante más numeroso de lo previsto: alguien puso música, pues dijo que acostumbraba estudiar con música, otro trajo un vodka, argumentando que le era difícil concentrarse sin vodka, y un tercero fue a comprar naranjas, porque le parecía insufrible el vodka sin jugo de naranjas. A las tres de la mañana estaban perfectamente borrachos, de manera que decidieron irse a dormir. Aunque Julio hubiera preferido pasar la noche con alguna de las hermanas Vergara, se resignó con rapidez a compartir la pieza de servicio con Emilia.
A Julio no le gustaba que Emilia hiciera tantas preguntas en clase, y a Emilia le desagradaba que Julio aprobara los cursos a pesar de que casi no iba a la universidad, pero aquella noche ambos descubrieron las afinidades emotivas que con algo de voluntad cualquier pareja es capaz de descubrir. De más está decir que les fue pésimo en el examen. Una semana después, para el examen de segunda oportunidad, volvieron a estudiar con las Vergara y durmieron juntos de nuevo, aunque esta segunda vez no era necesario que compartieran pieza, ya que los padres de las mellizas habían viajado a Buenos Aires.
Poco antes de enredarse con Julio, Emilia había decidido que en adelante follaría, como
los españoles, ya no haría el amor con nadie, ya no tiraría o se metería con alguien, ni mucho menos culearía o culiaría. Éste es un problema chileno, dijo Emilia, entonces, a Julio, con una soltura que sólo le nacía en la oscuridad, y en voz muy baja, desde luego: Éste es un problema de los chilenos jóvenes, somos demasiado jóvenes para hacer el amor, y en Chile si no haces el amor sólo puedes culear o culiar, pero a mí no me agradaría culiar o culear contigo, preferiría que folláramos, como en España.
Por entonces Emilia no conocía España. Años más tarde viviría en Madrid, ciudad donde follaría bastante, aunque ya no con Julio, sino, fundamentalmente, con Javier Martínez y con Ángel García Atienza y con Julián Alburquerque y hasta, pero sólo una vez, y un poco obligada, con Karolina Kopec, su amiga polaca. Esta noche, esta segunda noche, en cambio, Julio se transformó en el segundo compañero sexual de la vida de Emilia, en el, como con cierta hipocresía dicen las madres y las sicólogas, segundo hombre de Emilia, que a su vez pasó a ser la pri mera relación seria de Julio. Julio escabullía las relaciones serias, se escondía no de las mujeres sino de la seriedad, ya que sabía que la seriedad era tanto o más peligrosa que las mujeres. Julio sabía que estaba condenado a la seriedad, e intentaba, tercamente, torcer su destino serio, pasar el rato en la estoica espera de aquel espantoso e inevitable día en que la seriedad llegaría a instalarse para siempre en su vida.

Fragmento del libro Bonsái (Anagrama, 2006)
© Alejandro Zambra

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