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lunes, 9 de enero de 2012

Farabeuf o la crónica de un instante, Salvador Elizondo

 

 

 

 

Salvador Elizondo

Farabeuf
Premio Xavier Villaurrutia (1965)
Primera edición, noviembre de 1965
Serie del volador/Joaquín Mortiz
Encuadernación: Rústico
Dimensiones: 18 x 11 cm.
Plaza de edición: México
179 pags.







«Farabeuf o La crónica de un instante» puede ser la descripción de un rito, el planteamiento de un enigma, el proferimiento de una adivinanza, la repetición de una fórmula mágica o tal vez la respuesta a una pregunta desconocida, a una inquisición cifrada. Su forma constituye un experimento al margen de lo que es un relato en el sentido tradicional; más bien es una obra en que la narración trasciende los límites de la escritura, en que las palabras se convierten en la vivencia que se describe y en que la lectura constituye, por así decirlo, la experiencia misma del argumento.

 

 

 Fragmento de "Far Farabeuf", Guillermo Sheridan/Letras Libres:

Comenzaba preguntando "¿Recuerdas?", había páginas en francés que desconocía, nadie me explicaba quién era la mujer sentada en el pasillo, había frases que presentía cargadas de promesa morbosa (como la aparición de un speculum vaginal No 16) o bien de honda importancia (como "hay miradas que pesan sobre la conciencia"), pero cuyo sentido final carecía de una experiencia en el lector contra la cual activarse. Mi empeño por avanzar era loable, pero a todas luces infructuoso, ahí, sentado en el patio, entre macetas llenas de helechos y gallinas descarriadas. Había pequeñas sorpresas que me animaban a seguir. Por ejemplo al comenzar el capítulo dos, luego del obligado "¿Recuerdas"?, donde había unas líneas diáfanas: "La noche era como un largo camino que se adentraba en la casa, invadiendo todos los rincones, llevando la penumbra hasta el último resquicio, asustando lentamente a los gatos." ¿Cómo se asusta lentamente un gato? Cada vez que me rendía, miraba la fotografía de Salvador Elizondo en la contratapa, con unos anteojos que me daban ganas de ser miope y atizaba mi deseo de saber qué tenía de contar.

     Lo único que sostenía mi afán era saber quién era la mujer de la fotografía (porque naturalmente concluí que se trataba de una mujer) y por qué esos chinos, luego de troncharle los senos, se afanaban en serrucharle una pierna, qué habría hecho para estar en esa situación y, sobre todo, por qué parecía estar tan fresca, mirando al cielo con una expresión en el rostro muy divorciada de lo que le estaban haciendo. La noche del jueves santo tuve mi primera pesadilla protagonizada por la fotografía.

     Los repetidos intentos por avanzar terminaban invariablemente en una nueva, humillante derrota. La conciencia de leer y, aparejada a ella, la de que no sabía qué estaba pasando, me hacían dudar de mis facultades. Esto era, casi siempre, castellano; entendía casi siempre, las palabras... ¿Qué era entonces lo que ocurría? El raro malestar, un vago mareo sinuoso y torpe, comenzó a pasar del abatimiento a la impaciencia y de ahí al coraje. Lector salteado, esa especie de recapacitación del caos que abre el tercer capítulo me salva por un momento y reanima mis esperanzas de lograrlo. Por fin, tengo la ilusión de que sé qué ha ocurrido hasta ahora. Descubrir que quien escribe el libro también quiere saber "quién era la mujer" me alivia enormemente y decido continuar.

     Pero esa tarde, al regresar de nadar, la mamá de mi amigo me espera con el Farabeuf abierto en la página de la foto y me exige una explicación que obviamente no pude darle y que, por otro lado, de poco habría servido. Confiscó sumariamente el libro y me advirtió que iba a hablar con mi madre apenas regresáramos a Monterrey. Realicé un indeciso intento de arrebatarle el libro que le provocó una sórdida carcajada triunfal y me envió con su padre, el general Madero, que rápidamente me halló culpable de insubordinación en una improvisada corte marcial. Y esa tarde de viernes santo, en la capilla de la hacienda, entre nubes de incienso y canto cardenche, ¿habré visto en la cara de Cristo el mismo gesto de la fotografía?

     Cuando le conté a mi tío Jacobino lo sucedido, me regaló de inmediato otro ejemplar junto a un sermón sobre la libertad de conciencia. Pocos años más tarde, por fin, gané la lectura perdiéndome en ese diáfano laberinto. Una de las construcciones fantásticas más osadas que ha emprendido la escritura, tan cristalina y oscura como una estrella de mar, erótica y terrorífica. Un meandro de sueños espejeantes, olvidos y recuerdos, falsos o verdaderos, miradas cómplices, espirales acechantes de un enigma confeccionado con nieblas y navajas, ojos sombríos y muñones crispados, corredores y basiotribos, bóvedas y trozapubis, y olas sensuales, y olas y olas, y olas instantáneas, o paralíticas, olas instantes que a fuerza de repetirse se inmovilizan, olas llenas de recuerdos desplomados como pelícanos.

     Me pregunto qué habrá sido de ese ejemplar de Farabeuf, tantas veces comenzado y tantas veces detenido. Quizás está ahí todavía, perdido en alguna troje, entre los aperos de labranza, con mi pretencioso ex-libris infantil y la fecha. Está bien ahí: como todo clásico, es un libro que nunca acabaré de leer porque nunca acabará de leerme.

Salvador Elizondo/Farabeuf 1 y 2

Fragmento de "Farabeuf" leído en viva voz por Salvador Elizondo. La iconografía es resultado de la investigación realizada por Gerardo Villegas para el documental "El Extraño Experimento del Profesor Elizondo. Producido por TEVEUNAM Y Pleroma Ediciones

 


Sobre el autor
Salvador Elizondo nació en México, D.F., en 1932 y ha perseguido su vocación literaria sin prisa, pero sin pausa, publicando esporádicamente relatos, ensayos y poesía. Farabeuf es su primera novela y fue escrita bajo los auspicios de una beca concedida en 1963 por el Centro Mexicano de Escritores.






Fragmento de "Farabeuf"
«-¿Ve usted? Esa mujer no puede estar del todo equivocada. Su inquietud, maestro, proviene del hecho de que aquellos hombres realizaban un acto semejante a los que usted realiza en los sótanos de la Escuela cuando sus alumnos se han marchado y usted se queda a solas con todos los cadáveres de hombres y mujeres. Sólo que ellos aplicaban el filo a la carne sin método. En ello descubrió usted una pasión más intensa que la de la simple investigación, y es por eso que valido de su uniforme azul y sus polainas blancas, abriéndose paso a codazos y a empellones se colocó usted frente al "hecho" para crear en medio de él un espacio de horror después de haber colocado pacientemente su enorme aparato fotográfico.
(…)
Todas aquellas filosísimas navajas y aquellos artilugios, investidos de una crueldad necesaria a la función a la que estaban destinados, adquirían una belleza dorada, como orfebrerías barrocas brillando en un ámbito de terciopelo negro, fastuosos como los joyeles de un príncipe oriental que se sirviera de ellos para provocar sensaciones voluptuosas en los cuerpos de sus concubinas, o para provocar torturas inefables en la carne anónima y tensa de un supliciado.
(…)
La mirada todo lo invadiría con una sensación de amor extremo, con el paroxismo de un dolor que está colocado justo en el punto en que la tortura se vuelve un placer exquisito y en que la muerte no es sino una figuración precaria del orgasmo.
(…)
No pensaste jamás que ese espejo eran mis ojos, que esa puerta que el viento abate era mi corazón, latiendo, puesto al desnudo por la habilidad de un cirujano que llega en la noche a ejercitar su destreza en la carroña ansiosa de nuestros cuerpos. »

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